Leí el panfleto que la chica me entregó cuando pasé por delante del local de
siempre. En el encabezado aparecía el nombre del restaurante y debajo las fotos
de cuatro hombres vestidos de cocineros con los brazos cruzados sobre el pecho.
Aparecían sus nombres y su especialidad, pero cada uno me clavaba los ojos de
una forma diferente. Uno, dulce, sonriendo. Otro, picante… Sé que debería decir
salado, pero miraba a la cámara con lascivia. Quemaba. Un tercero lo hacía de
manera bastante agria. ¿Cómo se podía mirar así a un fotógrafo para sacarse una
foto? El cuarto estaba enfadado con el mundo, sin duda alguna. Amargo... Miré a
la cara a los cuatro cocineros y la que se enfadó con el mundo, de pronto, fui
yo. Llevaba muchos años cenando en aquel bareto de bocadillos mientras
estudiaba enfermería en la universidad, y de pronto cambiaba de imagen, de
comida, de dueños, e incluso de nombre.
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