«¿Cómo os conocisteis?».
Es la pregunta que se hace a todas las parejas. Y la respuesta suele ser una
historia maravillosa en la que se ven alcanzados de alguna forma por la flecha
de Cupido.
Digamos que la manera en que yo conocí a mi media naranja no es tan estupenda…,
sino un poco diferente.
Me encontraba paseando por un barrio rico de Beverly Hills, fantaseando con la
idea de encontrar a un hombre que me permitiera hacerme pasar por su novia, ya
sabéis, para poner celosa a mi ex mejor amiga y exjefa, que acababa de
despedirme.
Él, por su parte, doblaba la esquina, furioso, cual ogro, un ogro muy guapo,
murmurando por lo bajo algo sobre un acuerdo comercial que le había salido mal
y sobre cómo se las iba a arreglar para solucionarlo.
Y fue entonces cuando literalmente nos chocamos.
No hubo chispas.
Ni siquiera una pizca de atracción.
Pero lo siguiente que supe fue que me estaba invitando a nachos con guacamole
mientras me explicaba todos sus problemas, lo que le llevó a hacerme una
proposición: quería que yo fuera su Vivian Ward —ya sabéis, la chica
de Pretty Woman—, salvo en la faceta más «juguetona».
Estamos hablando de vivir juntos en una mansión, de salir a cenar con otras
parejas y fingir que estábamos enamorados… y comprometidos.
¿Os lo podéis imaginar?
Una auténtica locura.
Pero es el tipo de locura que hace la gente cuando está desesperada. Y yo lo
estaba. Así que accedí.
Solo cometí un error, un error enorme: terminé enamorándome…
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