Ya no recuerdo si los ojos de mi abuelo eran azules o verdes, pero nunca
olvidaré la forma en que se arrugaban en las esquinas cuando se reía de uno de
sus propios chistes. O la forma en que brillaban con picardía cuando me contaba
historias sobre las criaturas mágicas que habitaban en el bosque detrás de su
humilde granja irlandesa de ovejas: hadas tímidas a las que les gustaba comer
galletas, brujas crueles a las que les gustaba comerse a los niños, un espíritu
del lago malhumorado al que le gustaban los regalos caros.
De niña, creía cada palabra fantástica. Pero cuando me advirtió sobre el niño
mudo que también merodeaba por aquellos bosques, el que el cura había declarado
que era el engendro del mismísimo Satanás, me negué a escuchar.
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