La
investigadora de policía Michelle Santini estaba acostumbrada a trabajar con
evidencias, por eso no había margen para dudas cuando se trataba de lo que
quería para sí misma.
Estas
certezas incluían:
Ser
madre soltera.
Centrarse
en el trabajo para recuperar su antiguo puesto.
Olvidar
la idea de tener relaciones serias.
Por
último, no menos importante: encontrar paciencia para convivir con Bruno Rizzo,
que pasó a ser su jefe. Aquel hombre despertaba sus peores y mejores
sentimientos. Sentía por él una química indeseada, en la misma proporción que
deseaba estrangularlo.
Su
voluntad era hacerle tragar sus teorías y la vasta experiencia de la cual
insistía en presumir, para ver si se sofocaba con toda aquella arrogancia
vertida diariamente al pasar sus directivas en el inicio del turno.
No
quería que muriera, de ningún modo. Eso sería un desperdicio. Solo quería que
probara su propio veneno y se quedara sin aire el tiempo suficiente para pedir
ayuda y descubrir que no era la única persona en el mundo que tenía la solución
a los problemas.
Bueno, al menos esto era lo que la tan temida Loba estaba tratando de manejar hasta que, en medio del camino, un encuentro casual fuera del horario de trabajo arruinó su vida, y una nueva evidencia surgió: el amor, el que andaba lado a lado con el odio.
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