Mike Cloud siempre había sido mi punto débil. Ni qué decir tiene, que nunca había comentado nada a nadie y mucho menos a él. El novio de una amiga es intocable; así que el novio de una hermana es algo superiormente intangible. Aquel miércoles, Sheila me había llamado muy emocionada concertando una cena para esa misma noche en casa. Tenía algo que contarnos y no podíamos faltar ninguno. No puse objeción alguna, el jueves era mi día libre en el trabajo y no me importaba si esa pequeña celebración se alargaba un poco más de la cuenta. La mesa estaba compuesta por mi padre, en el extremo izquierdo; Sheila y Mike, a su derecha, y mi hermana menor, Megan. En el otro lado, estábamos el hueco vacío de mi madre —que se pasó toda la cena arrimando comida en exageradas cantidades—, y yo. Tras charlar de cosas sin importancia durante toda la velada, Mike, tan correcto como siempre, sacó una carísima botella de Pernod Ricard y se levantó amablemente a por las copas para poder brindar por la buena noticia. Admiré cada movimiento pausado, su cuerpo alto y robusto, sus modales finos que tanto habían llamado siempre mi atención… Y en mitad de mi embobamiento, habló: —Nos casamos —dijo con su común sonrisa impoluta y la copa en alto, situado junto a mi hermana. Tras ello, la besó y nos miró extendiendo la copa hacia nosotros para compartir su felicidad. Que me pusiera como un tren aquel tío no quitó que me alegrara por ellos. Mi atracción por él llevaba despierta muchos años y había aprendido de sobra a controlarla. A menos que se ciñera demasiado a mi cuerpo cuando lo felicitaba por su compromiso o me besara casi en la comisura de los labios, como pasó aquel día cuando me acerqué a darles mi enhorabuena. Me removí en la silla durante toda la noche sintiendo el frescor de su aliento en mi comisura, como una adolescente que no quiere lavar el trozo de piel que ha tocado su cantante favorito en el último concierto.
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